Escritora: Algenith Hernández Álvarez
Vivimos en un tiempo donde las cadenas ya no son de hierro: son de silencio, de miedo, de pantallas que repiten un mismo eco. Platón, en su Mito de la Caverna, nos dejó como advertencia eterna que el ser humano puede acostumbrarse a la oscuridad, creer que las sombras son la verdad y que lo que brilla afuera es una amenaza. Aquellos prisioneros que solo miraban el muro vivían engañados, prisioneros de una realidad manipulada.
En esa penumbra, la libertad de expresión surge como una chispa que desafía al fuego que quema, pero también ilumina. Es el derecho más peligroso y más divino: el de decir lo que otros callan, el de mirar el mundo sin vendas. Quien se atreve a hablar, a cuestionar, a desnudar la mentira, es el nuevo prisionero liberado. Sale a la luz, tropieza, se ciega…, pero entiende. Y una vez que ha visto, no puede regresar. Su palabra se vuelve faro. Su voz, una herejía para los guardianes de las sombras.
Platón nos mostró que el retorno del liberado a la caverna es siempre doloroso: los que aún están encadenados lo llaman loco, peligroso, enemigo. Del mismo modo, en nuestra sociedad, quien habla desde la verdad es censurado, cancelado o condenado. La censura sigue viva, solo que ahora viste de prudencia, de corrección, de falsas promesas de “seguridad”. Pero su propósito es el mismo: mantenernos mirando el muro, creyendo que el reflejo es la realidad.
Por eso, debemos pensar, escribir y vivir al son de Platón: seguir el ritmo de su fuego, de su verdad, de su deseo de despertar conciencias dormidas. Porque pensar libremente es bailar al compás de la razón y la esperanza. Es romper las cadenas del miedo y recordar que cada palabra dicha con verdad es un acto de luz. La libertad de expresión no es un privilegio: es el alma misma de la humanidad que busca comprenderse. Callarla es apagar el fuego que nos distingue de las sombras. En un mundo que prefiere la comodidad del silencio, hablar es resistir, y resistir es amar la verdad.






